Ese día, aquella persona me dio
una lección. Algo que, aunque en muchas ocasiones oímos, con otro nombre u
otras palabras, no nos paramos a otorgarle la atención que realmente
merece.
Todos
hemos escuchado alguna vez sobre la importancia de “vivir el momento sin pensar
en el mañana”. A todos nos han aconsejado en alguna ocasión dejar de
planificarlo todo y simplemente dejarse llevar, disfrutar cada instante que la
vida nos regala, pues para eso nos lo pone en el camino. Es fácil encontrar
este tipo de frases, construcciones verbales al final y al cabo, en todos los
ámbitos de nuestro día a día. Y lo gracioso es que, por mucho que se nos diga,
y como suele pasar con casi la totalidad de consejos que recibimos, nunca hacemos caso. No elegimos dedicarnos con todo
nuestro empeño a vivir.
Esa
persona apareció en mi vida en una época en la que, como tantas otras veces,
como tantas otras personas, me encontraba perdido. Mi rumbo estaba a punto de
experimentar un cambio brusco y mi vida se disponía a girar muchos más grados
de los que las matemáticas permiten calcular. Tenía miedo, incertidumbre, ni un
duro en los bolsillos y muchas ganas de apostar. Sentía la necesidad de hacer
algo útil, empezar a ver mi potencial. Liberarme de ciertas cadenas,
desenterrando un nuevo sendero que
explorar.
A pesar
de las posibles ilusiones y esperanzas que me empeñaba en aferrar con mis
frágiles dedos; aún llamando “proyecto” a un experimento con briznas de locura
que me hacía contar los días con desespero e impaciencia, en mi más remoto
fondo no era más que un asustado niño a punto de caminar a ciegas por un valle
en el que la soledad sería su único bastón de apoyo.
Esta
persona llegó en el momento justo para enseñarme mucho más de lo que imaginé en
tan poco tiempo. Justo cuando creía que nada me quedaba por aprender en un
lugar donde ya me sentía como un extraño, me regaló, adornadas con su sonrisa y
su excelente humor, algunas de las lecciones más bonitas y entrañables de las
que puedo presumir. Aprendí esos días que realmente no sabemos en qué momento
podemos conocer a una persona que nos marcará para siempre. Comprendí que es
imposible poner fecha y hora a la inauguración de una amistad, una ilusión, un
amor… Y es que, por irónico que parezca, solo necesitas organizar tu mecánico
calendario para que el destino y la vida decidan sorprenderte con otro
designio. A veces disfrazado de contratiempo. Otras, en cambio, con un
maquillaje de ilusión y besos de chocolate que hace que todo cambie y comiences
a dudar de tus planes establecidos y a
empezar a creer en aquello de “si tú me dices ven…”
En el
otro incómodo extremo de la balanza, jugando a ejercer contrapeso ante esas
emociones rejuvenecedoras, suelen aparecer los enemigos del “pro”. Todas las
dudas e inseguridades, el miedo a arriesgar. Las ganas de tirar la toalla y
encerrarte en tu habitación, hacer oídos sordos al mundo y soñar con volver
atrás en el tiempo, cuando no tenías la opción de decidir.
Son
tantas las veces que nos pensamos indestructibles… No somos más que niños
indefensos jugando a ser superhombres. Creemos que somos invencibles hasta que
un día la vida te hace ver que no eres más que la damisela en apuros del
cuento. Todos necesitamos a veces a alguien que nos salve. Y solo a veces
aparece un mini-héroe capaz de electrificar al ogro que nos acorrala y darle
muerte al temor.
Pero
eso es la vida, ¿no? Reír, luchar, dudar, temer… y resistir.
Momentos
que pasan, que dejan huella. Historias que ocurren en un paréntesis de tiempo
que imaginabas vacío. Como una página en blanco entre capítulos en la que
decides escribir tú mismo un interludio alternativo. Y deja de estar en blanco,
deja de ser silencio, para convertirse en el mágico episodio que completa la
obra y la convierte en un “best seller”.
Mi
viaje comenzó una mañana, con el sol tras de mí, proyectando mi imagen sobre un
asfalto incierto, pero increíblemente sólido. Dejaba atrás un mundo cómodo y
seguro para adentrarme en una boca de lobo que podía devorarme o convertirme en
cazador.
Y no
estaba solo. Me llevaba conmigo el recuerdo de la historia más fresca que pueda
contar algún día. Muchas horas de sol, noches de helado en un perdido césped,
una canción en mis oídos y el pelo erizado por la electricidad de su piel.
Una vez, alguien me propuso una teoría. “Todo lo que
empieza está condenado a acabar. Por eso es mejor pensar que lo nuestro nunca
empezó. Pensemos que lo pillamos a mitad, que no tuvo principio. Así, pase lo
que pase, jamás podrá terminar.”
Ha
pasado el tiempo. Los minutos y las horas antes fugaces son ahora eternos. La
ilusión se convirtió en rutina y el sol en lluvia. Pero todas aquellas palabras
nunca fueron olvidadas. Las lecciones que recibí me empujaron a luchar, me
ayudaron a andar firme, y a saber volver al punto de partida.
Y aquel
impulso magnético que antes erizaba mi piel es ahora un recuerdo de la historia
más bonita que el verano dibujó. Todas las caricias de un agosto eléctrico
quedaron impregnadas en mi cuerpo, como tinta sideral dibujando el cielo de
aquellas noches de relámpagos y fuegos artificiales.
Y no se borrarán, pues lo que no empieza no
puede acabar. Y pienso guardarlo para siempre dentro de mí, como si
nunca hubiese comenzado, como si toda aquella historia la hubiésemos cogido a
la mitad.
Te
agradezco tus consejos y tu amistad. Los momentos que tuvimos y para siempre
quedarán, porque no fui yo el maestro, yo no fui tu profesor. Tú lo fuiste
conmigo. Yo el alumno, y tú mi salvador.
¡GRACIAS MINIMAN!
Adrián Peña (Chico Tóxico)
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