martes, 4 de febrero de 2014

Mini-héroes

Una vez alguien me dijo “prefiero vivir ahora contigo momentos únicos y crear así recuerdos felices a tu lado, antes que dejarlo todo por miedo al qué pasará, y no tener nada bonito que recordar”.

Ese día, aquella persona me dio una lección. Algo que, aunque en muchas ocasiones oímos, con otro nombre u otras palabras, no nos paramos a otorgarle la atención que realmente merece.

Todos hemos escuchado alguna vez sobre la importancia de “vivir el momento sin pensar en el mañana”. A todos nos han aconsejado en alguna ocasión dejar de planificarlo todo y simplemente dejarse llevar, disfrutar cada instante que la vida nos regala, pues para eso nos lo pone en el camino. Es fácil encontrar este tipo de frases, construcciones verbales al final y al cabo, en todos los ámbitos de nuestro día a día. Y lo gracioso es que, por mucho que se nos diga, y como suele pasar con casi la totalidad de consejos que recibimos, nunca  hacemos caso. No elegimos dedicarnos con todo nuestro empeño a vivir.

Esa persona apareció en mi vida en una época en la que, como tantas otras veces, como tantas otras personas, me encontraba perdido. Mi rumbo estaba a punto de experimentar un cambio brusco y mi vida se disponía a girar muchos más grados de los que las matemáticas permiten calcular. Tenía miedo, incertidumbre, ni un duro en los bolsillos y muchas ganas de apostar. Sentía la necesidad de hacer algo útil, empezar a ver mi potencial. Liberarme de ciertas cadenas, desenterrando un nuevo sendero  que explorar.

A pesar de las posibles ilusiones y esperanzas que me empeñaba en aferrar con mis frágiles dedos; aún llamando “proyecto” a un experimento con briznas de locura que me hacía contar los días con desespero e impaciencia, en mi más remoto fondo no era más que un asustado niño a punto de caminar a ciegas por un valle en el que la soledad sería su único bastón de apoyo.

Esta persona llegó en el momento justo para enseñarme mucho más de lo que imaginé en tan poco tiempo. Justo cuando creía que nada me quedaba por aprender en un lugar donde ya me sentía como un extraño, me regaló, adornadas con su sonrisa y su excelente humor, algunas de las lecciones más bonitas y entrañables de las que puedo presumir. Aprendí esos días que realmente no sabemos en qué momento podemos conocer a una persona que nos marcará para siempre. Comprendí que es imposible poner fecha y hora a la inauguración de una amistad, una ilusión, un amor… Y es que, por irónico que parezca, solo necesitas organizar tu mecánico calendario para que el destino y la vida decidan sorprenderte con otro designio. A veces disfrazado de contratiempo. Otras, en cambio, con un maquillaje de ilusión y besos de chocolate que hace que todo cambie y comiences a dudar de tus planes establecidos  y a empezar a creer en aquello de “si tú me dices ven…”

En el otro incómodo extremo de la balanza, jugando a ejercer contrapeso ante esas emociones rejuvenecedoras, suelen aparecer los enemigos del “pro”. Todas las dudas e inseguridades, el miedo a arriesgar. Las ganas de tirar la toalla y encerrarte en tu habitación, hacer oídos sordos al mundo y soñar con volver atrás en el tiempo, cuando no tenías la opción de decidir.

Son tantas las veces que nos pensamos indestructibles… No somos más que niños indefensos jugando a ser superhombres. Creemos que somos invencibles hasta que un día la vida te hace ver que no eres más que la damisela en apuros del cuento. Todos necesitamos a veces a alguien que nos salve. Y solo a veces aparece un mini-héroe capaz de electrificar al ogro que nos acorrala y darle muerte al temor.

Pero eso es la vida, ¿no? Reír, luchar, dudar, temer… y resistir.
Momentos que pasan, que dejan huella. Historias que ocurren en un paréntesis de tiempo que imaginabas vacío. Como una página en blanco entre capítulos en la que decides escribir tú mismo un interludio alternativo. Y deja de estar en blanco, deja de ser silencio, para convertirse en el mágico episodio que completa la obra y la convierte en un “best seller”.

Mi viaje comenzó una mañana, con el sol tras de mí, proyectando mi imagen sobre un asfalto incierto, pero increíblemente sólido. Dejaba atrás un mundo cómodo y seguro para adentrarme en una boca de lobo que podía devorarme o convertirme en cazador.
Y no estaba solo. Me llevaba conmigo el recuerdo de la historia más fresca que pueda contar algún día. Muchas horas de sol, noches de helado en un perdido césped, una canción en mis oídos y el pelo erizado por la electricidad de su piel.


Una vez, alguien me propuso una teoría. “Todo lo que empieza está condenado a acabar. Por eso es mejor pensar que lo nuestro nunca empezó. Pensemos que lo pillamos a mitad, que no tuvo principio. Así, pase lo que pase, jamás podrá terminar.”


Ha pasado el tiempo. Los minutos y las horas antes fugaces son ahora eternos. La ilusión se convirtió en rutina y el sol en lluvia. Pero todas aquellas palabras nunca fueron olvidadas. Las lecciones que recibí me empujaron a luchar, me ayudaron a andar firme, y a saber volver al punto de partida.

Y aquel impulso magnético que antes erizaba mi piel es ahora un recuerdo de la historia más bonita que el verano dibujó. Todas las caricias de un agosto eléctrico quedaron impregnadas en mi cuerpo, como tinta sideral dibujando el cielo de aquellas noches de relámpagos y fuegos artificiales.

 Y no se borrarán, pues lo que no empieza no puede acabar. Y pienso guardarlo para siempre dentro de mí, como si nunca hubiese comenzado, como si toda aquella historia la hubiésemos cogido a la mitad.
Te agradezco tus consejos y tu amistad. Los momentos que tuvimos y para siempre quedarán, porque no fui yo el maestro, yo no fui tu profesor. Tú lo fuiste conmigo. Yo el alumno, y tú mi salvador.


¡GRACIAS MINIMAN!

 Adrián Peña (Chico Tóxico)



Fotografía: José Agüera 


Quizás tenga más suerte...  y me regalen otra vida en la que pueda conocerte con más detenimiento...



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